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La batalla va a comenzar.
Los defensores se disponen para hacer frente a la primera arremetida persa. Los soldados veteranos se sitúan en las primeras filas para aguantar la embestida inicial del combate. La experiencia es un grado, y más en tales circunstancias.
El pesado equipo de los espartanos supone un muro frente al avance del enemigo. Los yelmos apenas dejan un resquicio por el que adivinar la incompasiva mirada del hoplita, único atisbo de humanidad tras la impenetrable coraza. Una visión aterradora para los persas.
El escudo, principal arma de los espartanos (‘Vuelve con él o sobre él’, les decían las madres a sus hijos antes de partir a la batalla) defiende el flanco derecho del compañero, del hermano de armas.
Finalmente, las sarisas (lanzas de largo alcance de más de cuatro metros de longitud) de los griegos resultan letales ante la fragilidad de las armaduras y defensas de los asiáticos. Pero los de Jerjes son decenas de millares. Demasiados hasta para los avezados hombres del ‘León de Esparta’.
Empieza el primer asalto. Los persas avanzan con decisión. De pronto, los griegos se marchan. En realidad simulan una retirada. De esta forma, los confiados persas se lanzarán en su persecución convencidos de una victoria fácil. Han mordido el anzuelo. La maniobra, tan antigua como eficaz, ha dado sus frutos. Los griegos se dan la vuelta, contraatacan y cogen desprevenidos a las sorprendidas huestes de Jerjes, las cuales son diezmadas en el tramo central del paso tras la inesperada estratagema helena.
Los hoplitas griegos son una auténtica máquina de triturar y en unas horas miles de cuerpos enemigos aparecen masacrados en el campo de batalla. El telón del acto inicial cae con un halo de esperanza para los hombres comandados por Leónidas, que empiezan a creer que algo más que una muerte honorable es posible.
Furioso, en el segundo día, Jerjes manda a sus tropas de élite, los Diez Mil Inmortales, así conocidos porque cada efectivo caído era reemplazado de inmediato, de forma que el número siempre permanecía intacto.
Pero aquellos que luchan por su libertad no se arredran y allí esperan, firmes, a sus nuevos contendientes. Los Inmortales de Jerjes, los mejores de entre los mejores de su ejército, arremeten contra el muro heleno. Pero el paso es una ratonera. Los griegos los aplastan contra la montaña, los arrojan por el acantilado a un mar que se une a los aliados engullendo en el abismo los cuerpos de los caídos. Los Inmortales se hacen más mortales que nunca ante las espadas y las lanzas de sus verdugos, las cuales traspasan la carne de sus enemigos como si se tratara de mantequilla. Son realmente los espartanos quienes se muestran invencibles. Aparentemente, las heridas sufridas no les causan daño alguno ya que la sangre se confunde con el color carmesí de sus capas.
Amanece un nuevo día y Jerjes está decidido a tomar el paso de una vez por todas. Se juega el todo por el todo, ya que una nueva derrota podría suponer un golpe demasiado duro para la moral de sus tropas. Pero la motivación no es la misma. Los persas combaten obligados por su rey en un país extraño. Los griegos, sin embargo, son hombres libres que luchan por su tierra. Combaten como máquinas, como demonios que no dan cuartel convirtiendo en una carnicería cada ataque persa.
Los ejércitos vuelven a chocar y la historia se repite. Los griegos apenas sufren bajas gracias a su férrea disciplina táctica y su coraje. Enfrente de ellos, miles de cadáveres persas son devorados por los buitres. El aire, cada vez más viciado, se hace irrespirable. Todo el paso transpira un hedor a muerte.
Derrotado, Jerjes empieza a sopesar la idea de volver a casa. Él, monarca de medio mundo, humillado por un puñado de locos fanáticos de su patria, tendría que volver con las manos vacías y el anhelo insatisfecho de hacerse con el poder de toda la Hélade.
Pero entonces, en aquel momento crucial, sucedió algo que supuso un giro inesperado de los acontecimientos. De hecho, y según relata la historia, marcó el devenir de la batalla. Un lugareño llamado Efialtes (en griego, efialtis significa pesadilla) le mostró al rey de Asia un paso secreto a través del monte Calidromo, bajo cuya sombra se parapetaban Leónidas y los suyos. De esa forma, podrían coger a los griegos por sorpresa. Advertido de la situación, el rey de Esparta licenció a todos los hombres a excepción de su guardia personal, los 300 espartanos y de los tebanos, de cuya lealtad dudaba. Efectivamente, aquellos temores no eran infundados. Cuando fueron emboscados y el cerco comenzó a estrecharse en torno a los griegos, los tebanos no dudaron en decantarse del lado persa rindiéndose a los invasores.
Sin embargo, Leónidas y sus 300 espartanos resistieron hasta el final. Junto a ellos se quedaron Demófilo y sus 700 tespios, quienes decidieron luchar hombro con hombro junto a los espartanos hasta que pereciera el último hombre, pues tal era su valor y fidelidad a la causa. Así, Tespia y Esparta quedarían inmortalizadas, unidas, para la eternidad.
Se acerca el final de la batalla. Los persas descienden por la senda indicada por el traidor. Las tropas de Jerjes consiguen sitiar a los pocos hombres que aún defienden el paso y se cierran sobre ellos como una pinza. Los griegos ya no pueden defender las Termópilas y se lanzan al ataque con un objetivo; Morir matando.
La lucha es encarnizada, Leónidas y los suyos se mueven como un solo hombre y cada estocada acaba con un enemigo mordiendo el polvo. Luchan con valentía, pero detrás de cada persa viene otro. Y otro. Y otro.
Las fuerzas comienzan a mermar después de cuatro días de intensas luchas. Una flecha alcanza a Leónidas. El rey se desploma entre el tumulto. Sus hombres le protegen. Recogen su cuerpo y se retiran a una pequeña elevación del terreno. Se encuentran rodeados pero no están dispuestos a entregar el cuerpo de su rey.
Por fin, Jerjes, hijo de Darío, empieza a saborear la tan ansiada victoria, la culminación del sueño de su padre. No quiere perder más hombres y manda a llamar a los arqueros. Los escasos supervivientes del contingente aliado, diezmado por las bajas, no se rinden. Una lluvia de proyectiles cae como fuego lacerante sobre los últimos, valerosos, tenaces, defensores de las Termópilas. Poco a poco, los cuerpos de los griegos se van desplomando sobre un suelo que ya no puede filtrar más sangre. Por fin, caen las Termópilas.
Aquellos hombres murieron en defensa de su independencia y en contra de la opresión y de la tiranía. Pero la Hélade viviría. Ganaron un tiempo precioso que resultaría fatal para los intereses del rey Jerjes. Los griegos se reagruparon y derrotaron a los persas.
Primero, en la batalla naval de Salamina, en la que la flota helena venció a las naves del rey de Asia. Posteriormente, en los campos de Platea, donde los espartanos comandaron el ejército de la Liga Panhelénica, dando el golpe definitivo a los persas, quienes definitivamente abandonaron la idea de conquistar aquella tierra de griegos.
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Hoy día, en la carretera secundaria que une Lamía con Atenas bordeando el Calidromo, casi obsoleta tras la construcción de la nueva autopista, hay un monumento que recuerda el valor y la entrega de aquellos hombres que dieron la vida por la libertad de su patria. A escasos metros, en la cima en la que cayeron los últimos héroes de Termópilas, pervive una placa conmemorativa con un epígrafe que, tal y como escribió el poeta Simónides, reza así: ‘Caminante, ve y dile a Esparta que sus Hijos cayeron en cumplimiento de sus Leyes’. La parada, si no obligada, merece la pena.
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[blockquote]José María Hernández de la Luna[/blockquote]
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